Duelos: los que ya se fueron

No es un tema lindo. No agrada la muerte. Hay gente que evita los velorios porque argumenta que le hace mal. Pero hay un duelo que hacer. Un tiempo para acomodar la ausencia.

POR ANDREA VARGAS

Desde la vidriera veo a menudo los cortejos que llevan en su último viaje a los difuntos. El coche fúnebre recorre con lentitud esa cuadra. Y lo que siempre se repite son los abrazos, el consuelo de la mano acariciando una cabeza que se apoya en el pecho.

La mirada baja que solo recorre la vereda con el paso que mide la despedida en un tiempo largo, pesado. Los pocos que se animan a mostrar su rostro lloroso. Es un dolor que algunos viven en la intimidad y otros, lo muestran y lo hacen público.

Veo los que aún portan la costumbre de vestir de negro como una señal de respeto. Otros, que ya no reparan en esas cosas. Pero siempre presto atención a los rostros de los que se apoyan en la ventanilla de los autos mirando el cielo o más allá, quién sabe dónde.

A veces me ha tocado escuchar conversaciones que se dan en la vereda pero busco hacer otra cosa para no sentir que invado ese momento único que no me corresponde. Sin embargo, a veces son tan estridentes que entran sin permiso a la librería y parece que me obligaran a escucharlos. Como el de un hermano que intentaba convencer a su hermana que no se “gastara en llegar” porque ya había muerto…qué iba a ganar llegando en ese momento.

Estaba efusivo en sus argumentos. Giraba sobre sí con el celular en la mano y gesticulaba con la otra como abanicando el calor de esa hora. Le decía que no valía la pena…que se quedara en su casa, que no viniera.

Y me quedé pensando qué historias podría haber detrás de esas palabras. ¿Cómo habrá sido esa relación entre los hermanos y su padre o madre? ¿Por qué la insistencia por permanecer solo? ¿Extremo cuidado o un celo egoísta para ser el único en ser consolado?

No es un tema lindo. No agrada la muerte. Hay gente que evita los velorios porque argumenta que le hace mal. Pero hay un duelo que hacer. Un tiempo para acomodar la ausencia. A los afectos que he podido despedir, los recuerdo con mucho cariño. Y a los que por alguna causa no llegué a estar presente, un dejo de culpa me invade de vez en cuando.

Quizás por eso, esa charla telefónica entre dos hermanos en la calle, me hizo pensar en cada uno de mis familiares y amigos que se han ido yendo. Y qué significa esa despedida. Qué significa en la vida de esa persona poder llegar a tiempo para el último adiós. Claro que no agrada este tema. Nadie quiere que le hablen de la tristeza y el dolor. Pero son parte de nuestro día a día y un lugar tienen que tener para ser expresados.

Está ese miedo muy humano de no poder despedir a quien se quiere en este contexto. La soledad de los últimos días, de las últimas horas de aquellos que padecen el Covid-19. Flota y permanece ese dolor de los allegados que no pueden acompañar a quien lucha por sobrevivir. Y otra vez, el duelo… cómo se hará. ¿Se pide permiso? ¿Alguien debe autorizar o se siente con la suficiente autoridad para prohibir?

Queda, permanece la imagen de ese hombre diciéndole a su hermana que no valía la pena que viniera a despedir a la madre. ¿Podrá aprender ese hombre que no se puede prohibir el adiós? ¿Que el derrumbe interior es único, intransferible, incomparable?

Tuve un amigo hace muchos años, mayor él, que supo decirme con un dejo de nostalgia que desde su ateísmo envidiaba un poco mi creencia juvenil de que hay algo más allá de la muerte. No pude despedirme de él como hubiera querido. Recuerdo sí, que ese día salí de casa y me senté frente al Tajamar hasta que vinieron a buscarme porque ya era muy tarde. Nos separaban más de 200 kilómetros pero ese día lo sentí por acá cerca.

¿Podrá ese hombre aprender que otros puedan decir adiós?

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